lunes 20 de diciembre de 2010
José Lezama Lima contra el tiempo - Por Raúl Rivero
José Lezama Lima contra el tiempo
Por Raúl Rivero
Periodista y Poeta Cubano
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| José Lezama Lima (1910-1976) | 
José  Lezama Lima escribía prosa cuando amanecía claro y poesía en los días  oscuros que le permitían sentir la humedad matinal porque él creía que  los versos necesitan una atmósfera nebulosa, unas veredas reservadas que  van a dar a las encrucijadas o a los abismos. En ese juego se pasó la  vida (1910- 1976) en su casa habanera de la calle Trocadero, 162, cerca  del mar, de las arboledas y los leones quietos del Paseo del Prado. 
Hizo  una obra en solitario, con el fantasma de su padre sentado en el patio y  Luis de Góngora como confidente y asesor, mientras afuera rompía una  realidad que trataba de envolverlo y a la que el poeta entraba nada más  que por la amistad, los libros, la correspondencia, los helados, las  empanadillas, otras leves flaquezas de la carne y los compromisos de la  subsistencia.
En  su centenario, José Lezama Lima no podrá celebrar nada porque el día  entrará por una puerta del cementerio de Colón y saldrá agotado, unas  horas después, por la otra, ya lejos su tumba recién blanqueada. Las  pequeñas fiestas son las relecturas, los recuerdos, los homenajes de sus  seguidores, de los críticos, del mundo académico. La evocación obligada  que provoca el asombro de que se pueda celebrar el primer siglo del  nacimiento de un artista puro, sin más compromiso que con sus cuartillas  trabajadas a golpe de máquina en lo que ahora se considera ya como otra  edad de piedra. O de plomo.
El  hombre de Paradiso y de Oppiano Licario hizo ese mundo particular en  casa, asistido por su madre y por su esposa María Luisa. Pero su  agorafobia tenía un límite previsto, sólo para evitar contaminaciones y  cegueras. Porque, en e tiempo del sobre de carta y el sello de correos,  ese abogado lento, asmático y enorme sabía, de primera mano, lo que se  escribía en otras partes del mundo y concentraba toda la virtud de la  ambición en la búsqueda de libros y revistas literarias.
Lezama  Lima protegía y enriquecía su universo literario con un intercambio  epistolar permanente con intelectuales amigos. Se olvidaba del olvido  oficial y de las pendencias políticas de todas las épocas porque se  sentía obligado a hacer una obra que no venía de la inspiración, ni de  hallazgos casuales. Era un mandato interno, la necesidad de darle  cobertura a su inteligencia y a su sensibilidad.
En  unos años, fue víctima de la indiferencia de los funcionarios y en  otros, después de enero de 1959, por su afán de aislarse y de defender  unos metros de libertad en su hogar, llegó a ser considerado un enemigo  peligroso.
En  los momentos en que muchos cubanos (este redactor de lobregueces, por  ejemplo) se habían entregado al fervor de los sueños probables y se  marchaba con las milicias populares por las calles bajo la cantaleta de  «uno dos tres, tres cuatro, comiendo mi ... .y   rompiendo zapatos», el  autor de Enemigo rumor se dedicaba a hacer antologías de los poetas  clásicos cubanos del siglo XIX, releía a Platón con los himnos  revolucionarios de fondo y escribía esta nota: «A veces, el tratado del  verso en Góngora recuerda los usos y leyes del tratamiento de las aves  cetreras. Cubre la testa de esas aves una capirota que les fabrica a sus  sentidos una falsa noche. Desprendidas de sus copas nocturnas  artificiosas, les queda aún el recuerdo de su acomodamiento a la visión  nocturna, para ver en la lejanía la incitación de la grulla o la  perdiz».
Lezama  Lima era un hombre ajeno a los fuegos artificiales que después llegaron  a quemar, a herir, a matar y desterrar. Era cubanísimo, amante del  béisbol, del café con leche y de La Habana y, supongo, que de otros  retazos que su ocupación de inventor de una catedral en el aire le podía  permitir.
Éste  es el centenario de un hombre querido en la distancia y en silencio. Un  luchador sin equipo de prensa, un amparador de la familia (dispersa por  la muerte y el exilio) y un escritor que creó, en la semipenumbra de su  residencia, una fortaleza de torres inconquistables y suaves. Un señor  de Centro Habana que tenía la facultad de convertir su buró de madera en  un aparato silencioso que le servía para viajar en ayunas al mundo y a  otros planetas sin permisos de vuelo y sin pasar por las aduanas.
«Hay  viajes más espléndidos: los que un hombre puede intentar por los  corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre  parqués y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte?  Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa:  eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación».
La  literatura no es una carrera de 100 metros planos, pero el afán de la  humanidad por dejar a los hombres célebres en un sitio seguro (ya sea en  un pozo o en una montaña) obliga a muchos conocedores (y devotos) a que  al poeta habanero se le considere el escritor más trascendente del  siglo XX cubano.
Para  dejarlo allá arriba, por encima de todos los demás, se apela a sus  ensayos lúcidos; a Paradiso, su novela clásica, considerada pornográfica  por las autoridades de su país; a sus cuentos; sus crónicas  periodísticas y su labor como animador de la revista Orígenes y de otras  publicaciones literarias. Y se suele colocar en primera línea el país  sin fronteras ni claridades que ha inventado con sus libros de poesía.
Los  expertos hacen análisis hondos y sabios sobre su obra, pero es ésa la  zona más compleja, enigmática, cerrada y difícil de todo su trabajo.  Nada más hay que tener en cuenta que para Lezama la poesía es un caracol  nocturno en un rectángulo de agua. En cada poema o en cada verso -según  la intensidad y la capacidad individual de los lectores- pueden  hallarse remisiones y claves que sólo un hombre como él, culto,  memorioso, curioso, profesional del enlace, puede dejar en la música  terca de sus palabras en un estilo que consideraba despedazado y  fragmentario.
Parece  que al poeta no le importaba demasiado el sitio que le destinarían sus  contemporáneos ni las generaciones que lo sobrevivieran. Sabía, lo dejó  dicho, que el poema es un cuerpo resistente frente al tiempo.
Todo  puede ser, en esencia, un gesto inocente. Habrá que creerle porque se  lo contó a Tomás Eloy Martínez, que su primer impulso para escribir lo  recibió una tarde, poco después de la muerte del coronel José María  Lezama. Su madre, Rosa Lima, lo puso a jugar a los yaquis con sus dos  hermanas y al lanzar el muchacho las crucetas al piso se formó la figura  del rostro del padre. «¿Ves, Joseíto? -me dijo mamá-. Tu padre el  coronel está ordenando que cuentes la historia de la familia».
Esa  tarde, bajo la extraña orden del oficial de artillería muerto  prematuramente, se supone que comenzó a nacer el compromiso de Lezama  con las letras, gracias a la interpretación de un dibujo en el piso. Ese  es, entonces, el origen de la obra del hombre que hoy cumpliría 100  años. Un personaje despierto, conocedor de que «el tiempo es el disfraz  del diablo» porque es lo que nos destruye.
Foto: Archivo Fotográfico Fotocreart Min. Cultura.
