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Saturday, December 15, 2012

Cosas que vivi en La Habana.

Tomado de Cafe Fuerte.


Malecón de La Habana. Foto: Héctor Delgado.

Por Martín Guevara*



Lo más probable es que nadie tuviese prevista la avalancha de gente que se presentó esos días en las oficinas correspondientes para abandonar el país.



Llegaban a Mariel de todas partes del país, en el edificio contiguo al mío en Alamar, habitaba una familia de vecinos a la que llamábamos los Michi Michi, eran de la provincia de Las Villas, y habían esperado a que llegaran procedente de su tierra a toda la familia, para entrar a la embajada del Perú, en los días en que se abrió esa opción, pero dadas las demoras de los servicios de transportes interprovinciales, los familiares se presentaron demasiado tarde, cuando ya se había prohibido la entrada al recinto.



Los Michi Michi sacaron un número de lista en espera para poder volver a su provincia en autobús, cosa que se producía con menor inmediatez de la deseada, de la esperada y casi, de la humanamente soportable. Aún estaban en el departamento de Alamar, amuchados, resolviendo como podían para comer, ya que no tenían su libreta de abastecimiento en La Habana, cuando se abrió el grifo de la emigración sexualmente subversiva en el Mariel.



Razones para ser expatriado



De las razones eficaces para ser expatriado a los Estados Unidos, las únicas sobre las cuales las sospechas de fraude no podían ser resueltas de ninguna manera eran la prostitución y la homosexualidad; si alguien declaraba ser delincuente, debía poseer un prontuario, si decía ser vago habitual, debía estar registrado por la ley del vago, era fácilmente comprobable saber hasta cuando había trabajado. Declararse puta o pájaro era la mejor forma de acceso a una vida plena de futuro e ilusiones nuevas.



Aquellos guajiros encantadores, hombres y mujeres rudos de campo, llenos de niños alrededor, declarando en la comisaría, ellas, con sus facciones endurecidas por el Sol, pero suavizadas por la ingenuidad campesina, aduciendo que se ganaban la vida como meretrices entre los surcos de malangas, y ellos, con aquellas manos como guantes de cátcher, y las cicatrices en sus brazos, asegurando que en la noche se calzaban medias pantys y ligueros y se transformaban en delicadas ninfas.



La Habana de los Michi Michi de mi barrio, de la pedrada indiscriminada, del almizcle en la marcha del pueblo descorazonado y del estudio en la casa de Miramar de mi abuelo, estiraba la lengua para alcanzar con el último suspiro, las gotas de ron de una vieja botella, de un naufragio de aire familiar.



Una tarde que estábamos tocando una rumba en el muro del círculo infantil, al frente del edificio, se acercó una comitiva formada por vecinos de los edificios de al lado, acudían al nuestro a informarle al presidente del CDR que los del cuarto piso, una familia de cuatro personas, tenían pedida la salida para Estados Unidos y que de un momento a otro llegarían, así tenían tiempo de prepararles el recibimiento.



A las dos horas llegó un patrullero conduciendo a los cuatro vecinos de la cuarta planta, él era marinero, la esposa ama de casa, el niño y la niña eran pioneros, como todos los críos. Ni bien cerró la puerta el coche de la policía y empezaron a caminar por el pasillo hasta su escalera, salió un grupo de militantes que los estaban esperando detrás de una escalera, y comenzaron a gritarles a voz en cuello, todo tipo de insultos, fundamentalmente, escoria, homosexuales, prostitutas, y gusanos, se gritaba más que nunca: ¡¡Pim Pom Fuera, Abajo la gusanera!!, alternándolo con: ¡Fidel, seguro, al gusano dale duro!!.



El rostro del miedo



Me bajé del muro, me acerqué y pude ver la cara de miedo en los rostros de nuestros vecinos, de los niños que hasta el día anterior jugaban allí mismo protegidos por ese mismo CDR, los gritos iban en aumento en la medida que se acercaban a la escalera, cuando ya estaban cerca la muchedumbre comenzó a asestarle golpes, los primeros con las manos abiertas, a modo de bofetadas, sobre la cara , la nuca , la espalda, y entonces el bravo revolucionario policía que vivía en nuestro edificio, le dio en la cabeza con una porra de goma al hombre, la mujer no aguantó más y empezó a gritar con alaridos, los niños nos miraban, con cara de aterrorizados, le agarré la mano a la niña y no dejé de mirarla diciéndole que no pasaba nada, que se calmase, y en eso Jesús, uno de los muchachos mayores, que medía más de seis pies, y había estado en todo tipo de reformatorios, se bajó del murito y se acercó a la multitud acalorada y violenta, y les dijo con voz tranquila y profunda, pero determinada: ¡Caballeros, dejen el abuso, esa gente tienen niños!.



Y de un hábil salto se interpuso entre el teniente de policía, y el matrimonio, momento que los cuatro aprovecharon para subir raudos las escaleras, mientras continuaba la algarabía desde abajo. Sólo entonces solté la mano de la niña que aún estaba ataviada con el uniforme de pionera, con el que cada mañana debía jurar por el comunismo, que sería como mi tío.



La de Jesús fue la única voz discordante que escuché en todos aquellos días de barbarie en La Habana, y muchos decían que era un delincuente desalmado, pero la verdad, que aunque no era un muchacho modélico, nunca cometió un abuso y lo recuerdo con respeto porque sé lo que aquello implicaba en esos días. Era el más alto y el más azabache de todos los de su familia, y también al que nunca vi bailar, decía que él solo bailaba en los plantes.



Durante cuatro días, permanecieron con las ventanas y las puertas del balcón cerradas, ya que los vecinos les arrojaban huevos desde abajo en señal de repudio. El día que por fin se presentó la patrulla que los iba a recoger para depositarlos en la borda del yate, que los llevaría a la otra orilla, el agente, yendo unos pasos por delante de ellos, permitió que la misma muchedumbre se cebara dándoles los últimos golpes y empapándolos con los últimos salivazos, a modo de despedida de un vecindario con los que había existido, convivencia y camaradería, rotos, únicamente por la decisión subversiva, de procurarse el sustento en otro país.



La mirada del profesor



Por doquier se sucedían las golpizas a los vecinos, o a los profesionales en los centros de trabajo. De mi escuela sacaron a dos profesores que tenían pedida la salida, a golpes, escupidas, e insultos y los acompañaron con esa comparsa hasta la parada de la guagua.



Tengo impregnada en la memoria la mirada del profesor de Física, el gesto de su cara con cada bofetada, y el remolino del pelo lacio, con cada golpe en la nuca, las escupidas en la cara. Esto se lo hacían a hombres tranquilos, no violentos, pero había un obrero de la fundición, que cuando fue abordado por estas hordas de embullo, sacó un machete, miró de frente a los exaltados y dijo, ¡al primero que me toque me lo echo al pico!



Hubo incidentes serios en Alamar, algunos heridos por las hordas y otros que después de ser escupidos y abofeteados, en la soledad de sus departamentos no aguantaron el recuerdo del bochorno transcurrido y salían a la calle con un cuchillo a clavárselo al primero de los ofensores que viesen.



La cantidad de dramas y tragedias de este y otro tipo, que se dieron cita en los días del Mariel, solo se pueden contabilizar con la imaginación o la especulación, ya que en Cuba además de no existir estadísticas libres en este sentido, tampoco existía prensa policiaca, ni siquiera oficial, que informase sobre los episodios delictivos ocurridos en la comunidad.



Lo que no puede negar todo el que vivió esos años, es que todo el tiempo, en todos los barrios, con la aquiescencia de las autoridades, esas golpizas, humillaciones y abusos, eran tan generalizados que parecían una catarsis colectiva, como si castigaran al que se atrevió a hacer lo que colectivamente en el inconsciente, deseaban casi todos: pirarse al norte.



*Sobrino del Che Guevara. Vivió como refugiado en Cuba por 15 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España y escribe un libro testimonial sobre su experiencia cubana y el peso del mito que rodea a su célebre tío guerrillero.