En una tierra rodeada de agua, el marinero es un vínculo con el otro lado, el portador de esas imágenes que la insularidad no deja ver. En el caso cubano, quien trabaja en un barco puede, además, comprar en el extranjero muchos productos inexistentes en los mercados locales. Una especie de Ulises, que después de meses navegando, trae su maleta llena de baratijas para la familia. El marino conecta los electrodomésticos trasladados en las barrigas de los buques con el mercado negro; hace que las modas lleguen antes de lo planificado por los burócratas del comercio interior.
Durante varias décadas, ser “marino mercante” era pertenecer a una selecta cofradía que podía ir más allá del horizonte y traer objetos nunca vistos en estas latitudes. Los primeros jeans, grabadoras de cintas y chicles que toqué en mi vida fueron transportados por esos afortunados tripulantes. Lo mismo ocurrió con los relojes digitales, los televisores en colores y algunos autos, que en nada se parecían a los poco atractivos Lada y Moskovich.
Para los parientes de un marinero, los largos meses de ausencia se suavizan con el bálsamo económico que producirá la estancia en puertos con precios más baratos y mejores calidades que las tiendas cubanas. Cuando llega la edad de jubilarse y de echar el ancla, entonces a vivir de lo que se ha podido transportar y de las imágenes que han quedado en la memoria.
Cuento toda esta historia de barcos, mástiles y mercado informal, porque a Oscar, el esposo de la blogger de Sin Evasión
• * De la canción infantil “Barquito de papel”.
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