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Texto de Gastón Baquero, Diario de la Marina, 19.4.1959
Al iniciar un viaje que por muchos motivos puede denominarse de vacaciones, consideramos obligado ofrecer a los lectores amigos los otros se lo explican todo a su manera algunas consideraciones sobre la actitud de este columnista antes y después del 1º de Enero.
Veníamos en silencio, sin escribir, desde la aparición de la censura. Meses y meses previos al desenlace de una etapa histórica, nos vieron callados, y posiblemente interpretados por algunos frívolos o por algunos ciegos apasionados como indiferentes a un dolor patrio o como partícipes de la mentalidad y ejecutoria que producía esos dolores. A cada cual su juicio, su interpretación, su creencia, que sólo puede modificarla el tiempo. Es inútil razonar contra los prejuicios.
Las personas de nuestra manera de pensar nos veíamos cada día más arrojadas a un callejón sin salida. Estábamos contra el crimen y la violencia, pero no podíamos irnos con la revolución. Comprendíamos que ya la tragedia cubana avanzaba con violencia arrasadora y que no tenía nada que hacer la voz del periodista, y menos si éste pertenecía a la ideología conservadora. Se habían gastado las palabras persuasivas, los llamamientos al cese de la lucha, las apelaciones a buscar una salida incruenta. La palabra pertenecía a las armas, que no se han hecho para propiciar el entendimiento. A quienes no podíamos ni aplaudir lo que ocurría, ni dar por bueno lo que venía, no nos quedaba otra postura que la del silencio. Y al silencio fuimos.
Los tiempos cubanos, como los de casi todos los países en esta hora del mundo, se inclinaban visiblemente hacia las soluciones extremas. Muchos creían que se gestaba simplemente la caída del gobierno con su reemplazo por otro mejor, pero adscrito en definitiva a una línea jurídica, económica, social, política, dentro de una tradición inaugurada en la Carta Magna de 1940. Quienes veíamos que la nueva generación iba mucho más allá, y propugnaba una revolución y no un simple cambio de gobernantes abogábamos, por no tener fe en las revoluciones, por salidas de otro tipo, que eliminaran el gobierno malo, pero que no abrieran la terrible incógnita de una revolución social siempre más radical y profunda de lo que ¨afortunada o desdichadamente¨ Cuba puede y debe intentar en esta hora.
¿Y por qué no tenemos fe en las revoluciones? No es porque ellas produzcan trastornos, lesionen intereses, vuelquen las costumbres. No tenemos fe en ellas porque siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre, sino que intenta saltar, a pies juntillas, por encima del tiempo y del hombre para llegar de una vez a la meta teóricamente fijada. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida. Quiere la perfección de la noche a la mañana y es en definitiva una noble pero trágica terquedad ideológica, soberbia intelectual, que quiere desconocer la naturaleza humana y piensa que las grandes ideas, el afán por la justicia, la sed de verdad, no han aparecido en el mundo porque a éste le han faltado revolucionarios. La historia muestra que los revolucionarios han contribuido como nadie a la aparición de nuevas ideas, de mejoramiento y de justicia, pero que los revolucionarios, cuando triunfan, ya no saben sino saltar hacia el porvenir, de un golpe, ignorando la dura materia del tiempo y la fuerte resistencia del hombre.Mientras no llegan al poder son un bien, pues traen el fermento de la inquietud y el aguijón del progreso.
(Gastón Baquero en su Exilio en Madrid)
El progreso cubano culminó, como se sabe, en la fuga del dictador, en la impotencia de la junta militar, y en el ascenso al poder de la juventud partidaria de la revolución. Los caracteres ideológicos de ésta no fueron nunca disfrazados por sus dirigentes. En el manifiesto dado por el Dr. Fidel Castro en diciembre de 1957, al desembarcar en Cuba, están contenidas todas las ideas que hoy se van convirtiendo en leyes. (Nota de Mons. Carlos M. de Céspedes: el desembarco del Granma tuvo lugar el 2 de diciembre de 1956, no de 1957; a qué manifiesto se está refiriendo Gastón, ¿no será acaso a La Historia me absolverá, manifiesto pronunciado por el Dr. Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en 1953?). Si algún capitalista se engañó, fue porque quiso; si algún propietario pensó que todo terminaría al caer el régimen, pensó mal, porque claramente se le dijo por el Dr. Castro que todo comenzaría al caer el régimen; y si alguna persona alérgica a las grandes conmociones económicas y sociales siguió y ayudó al Movimiento, creyendo que éste venía solamente a tumbar a Batista, pero no a cambiar costumbres muy arraigadas en la organización económica y social, se equivocaron totalmente o no leyó con atención aquel manifiesto. El Dr. Castro no ha engañado a nadie, aunque mucha gente conservadora y enemiga de las convulsiones le siguieron sin preguntarse detenidamente hacia donde la llevaban.
Y como este columnista no fue ni es partidario de las revoluciones, ni de las transformaciones violentas de la estructura social (lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de estos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos), no creyó nunca que se debió abandonar los esfuerzos para poner fin pacífico y no revolucionario a los horrores que Cuba padecía. Por supuesto que esta idea no sólo fue derrotada por los hechos lo que es mortal para una idea sino que se prestó y se presta a las interpretaciones más agresivas y mortificantes sobre el origen de la actitud.
Al triunfar la revolución no faltaron los atolondrados que seguían creyendo que por haber sido más o menos antibatistianos eran ya suficientemente revolucionarios. No veían que el 1º de enero, volado ya el posible puente de una junta militar delicia de los que querían dinamitar la casa, pero sin derribar las paredes ni el techo, Cuba entraba a vivir una etapa histórica absolutamente distinta. Esta etapa iba a requerir una nueva mentalidad en las clases, en los ciudadanos, en el Estado, en las costumbres, pero muy pocos lo sospechaban.
Al principio, todo fue júbilo. La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos. El río de sangre, la inseguridad para la vida y la propiedad, la censura de prensa, el imperio del terror como norma de gobierno, habían llegado a sensibilizar hasta a los reacios al dolor ajeno. Cuba había apurado el límite de la resistencia física y de la resistencia moral. De todos sus sufrimientos parecía librarse, en jubilosa catarsis, cuando ofrecía enardecida a los revolucionarios victoriosos el laurel de la gratitud y el aplauso de la admiración. Y como en 1902, como en 1933, como en 1944, el pueblo cubano se dispuso a iniciar de nuevo el camino hacia la honradez administrativa, la libertad ciudadana, el respeto a los derechos, la desaparición de los privilegios, y la vida reglada por la paz, la cultura y el progreso.
¿Cuál era la actitud correcta de quienes no creímos en la revolución y no hicimos por ella nada, aunque tampoco hicimos, en conciencia, nada contra ella? A nuestro juicio, lo decoroso, lo justo, era el silencio. Fácil nos hubiera sido, de quererlo, y pese al riesgo de esa burla, presentarnos en pose demagógica, arrojando flores al paso de los vencedores. ¿No es esto lo usual?¿ No hemos presenciado el desfile ignominioso de los incorporados, de los revolucionarios del 2 de Enero, de los radicales que no tienen mucho que perder y de los conservadores y hasta reaccionarios disfrazados de dantones? Quienes comprendimos que el 1º de Enero se iniciaba en Cuba una etapa de gran conmoción social, de renovación que iba mucho más allá de lo imaginado por tantos y tantos que confunden revolución con antibatistismo y sentíamos que esas nuevas ideas triunfantes no eran las nuestras, no podíamos hacer otra cosa que callarnos y dejar que la revolución misma se abriese paso entre las clases sociales, perfilando su real fisonomía y declarando paladinamente a quienes aún vivían engañados cuáles eran sus verdaderas proyecciones.
Ahora nos encontramos en el ápice del despertar. Aquella señora que compró sus bonitos del 26,no soñó que la revolución le iba a rebajar el 50% de sus rentas por alquileres; aquel industrial que por ideología o por miedo abrió sus arcas, creyó que tenía adquiridos títulos revolucionarios y subsiguiente influencia; aquel sacerdote que hizo de su sotana un manto de piedad para salvar vidas de jóvenes acosados y de su Iglesia un centro de conspiración, creyó que se tendría en cuenta su filosofía de la sociedad y de la vida. Cuantas ilusiones, esperanzas, elucubraciones y cálculos han fallado. Pues llegó la revolución de veras, radical, inflexible, sin compromiso ante sus ojos y anhelosa de llevar a cabo un enorme cambio, un programa descomunal de contenido económico y social, que ha venido gestándose en la mente de los cubanos revolucionarios desde los mismos años inaugurales de la República. Llegó la revolución en la que no tienen cabida el perdón de los errores, el pensamiento conservador, la doctrina tradicionalista ni el conformismo acomodaticio que, es cierto, ha frustrado tantas esperanzas del cubano.
Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así, y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.
Al iniciar este viaje, lector, dejamos en manos de nuestro querido Director y amigo, José Ignacio Rivero, hombre cristiano, hombre de carácter, nuestro cargo en el DIARIO DE LA MARINA, de Jefe de Redacción, que tanta honra nos deja para siempre. Comprendemos que hay momentos en los cuales pueden ser confundidas, con daño para lo que más importa que es el DIARIO, las actitudes personales, las ideas propias, con las actitudes del periódico. En medio de la pasión, del asombro de las clases, del choque ideológico inesperado, tiene por ahora poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas. Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es lo innoble y éste es lo absurdo. Desde lejos hablaremos, en tanto Dios provea otra cosa si nos da venia para ello el Director y si no se oponen ciertos defensores de la libertad de pensamiento¨, de otras tierras, de otros cielos, de otros personajes. Posiblemente, con toda posibilidad, volveremos de un modo o de otro a defender aquellas ideas en las cuales creemos sobre la sociedad, la economía, las relaciones humanas, la libertad frente al comunismo esclavizador, ideas de las que nos sentimos orgullosos, por maltratadas, incomprendidas y vilipendiadas que hoy se hallen. El mundo las necesita, aunque no quiera verlo. El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas, es la mayor de las cobardías.Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que uncirse al primer carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo.
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La libertad de expresión, si quiere ser verdadera, tiene que desplegarse sobre todos y no ser prerrogativa ni dádiva de nadie. Tal es el caso. No se trata de defender las ideas del Diario de la Marina; se trata de defender el derecho del Diario de la Marina a expresar sus ideas. Y el derecho de miles de cubanos a leer lo que consideren digno de ser leído. Por esa plena libertad de expresión y de opción se luchó tenazmente en Cuba. Y se dijo que si se comenzaba por perseguir a un periódico por mantener una idea, se terminaría persiguiendo todas las ideas. Y se dijo que se anhelaba un régimen donde tuvieran cabida el periódico Hoy, de los comunistas, y el Diario de la Marina, de matiz conservador. A pesar de ello, el Diario de la Marina ha desaparecido como expresión de un pensamiento. Y el periódico Hoy queda más libre y más firme que nunca.
Evidentemente el régimen ha perdido su voluntad de equilibrio.
Para los que anhelamos que cristalice en Cuba, de una vez por todas, la libertad de expresión. Para los que estamos convencidos de que en esta patria nuestra la unión y la tolerancia son esenciales para llevar adelante los más limpios y fecundos ideales, la desaparición ideológica de otro periódico tiene una triste y sombría resonancia. Porque, preséntesele como se le presente, el silenciamiento de un órgano de expresión pública, o su incondicional abanderamiento en la línea del gobierno, no implica otra cosa que el sojuzgamiento de una tenaz postura crítica. Allí estaba la voz y allí estaba el argumento. Y como no se quiere, o no se puede, discutir el argumento, se hizo imprescindible ahogar la voz. Viejo es el método, bien conocido son sus resultados.
He aquí que va llegando a Cuba la hora de la unanimidad: la sólida e impenetrable unanimidad totalitaria. La misma consigna será repetida por todos los órganos publicitarios. No habrá voces discrepantes, ni posibilidad de crítica, ni refutaciones públicas. El control de todos los medios de expresión facilitará la labor persuasiva: el miedo se encargará del resto. Y, bajo la vociferante propaganda, quedará el silencio. El silencio de los que no pueden hablar. El silencio cómplice de los que, pudiendo, no se atrevieron a hablar.
Pero, se vocifera siempre, la patria está en peligro. Pues si lo está, vamos a defenderla haciéndola inatacable en la teoría y en la práctica. Vamos a esgrimir las armas, pero también los derechos. Vamos a comenzar por demostrarle al mundo que aquí hay un pueblo libre, libre de verdad, donde pueden convivir todas las ideas y todas las posturas. ¿O es que para defender la justicia de nuestra causa hay que hacer causa común con la injusticia de los métodos totalitarios? ¿No sería mucho más hermoso y más digno ofrecer a toda la América el ejemplo de un pueblo que se apresta a defender su libertad sin menoscabar la libertad de nadie, sin ofrecer ni la sombra de un pretexto a los que aducen que aquí estamos cayendo en un gobierno de fuerza?
Lamentablemente, tal no parece ser el camino escogido. Frente a la sana multiplicidad de opiniones se prefiere la fórmula de un solo guía y una sola consigna, y una total obediencia. Así se llega a la unanimidad totalitaria. Y entonces ni los que han callado hallarán cobijo en su silencio. Porque la unanimidad totalitaria es peor que la censura. La censura nos obliga a callar nuestra verdad; la unanimidad nos fuerza a repetir la mentira de otros. Así se nos disuelve la personalidad en un coro colectivo y monótono.
Y nada hay peor que eso para quienes no tienen vocación de obedientes rebaños.
Sr. San Martín de Loynaz y Amunabarro
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... No obstante, me parece que con la tierra nuestra nos sucede lo que con esos órganos vitales y entrañables: no nos apercibimos de su existencia hasta que duelen.
La mía duele ahora ¡Y como duele! Yo creo que el clamor haya llegado allá donde tu moras rodeado de ángeles próximo a la inefable Presencia. Y entonces no te cuento nada nuevo si te digo que aquella isla niña que una vez traje riendo de la mano, aquella novia de Colón, aquella benjamina bien amada, ya no es niña, ni es novia: es la más desolada de las madres porque tiene que serlo la que ve a sus hijos despedazándose entre sí, cegados por la sangre, por la fiebre del odio, por la ira; es huérfana en los hijos de estos hijos, es viuda en las mujeres que dejaron atrás y manca en el hermano que se amputó a su hermano. La isla niña ha envejecido siglos en apenas dos lustros: sobre la curva de la espalda lleva una carga de pecados propios y ajenos que casi pesan más que las desgracias. De nada vale discernir quiénes los cometieron: de todos modo será ella la que lleve la carga. La isla tiene sed: también el cielo le ha negado el agua. Pero no es la falta de agua, ni la falta de pan si el pan faltase; te aseguro que el animo no flaquearía por eso. Es la falta de amor, de caridad, es la ambición de unos y la torpeza de otros y la soberbia, la soberbia de todos.
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Tú pensarás que es mucho lo que pido, y yo también lo pienso. El diálogo es posible con salvajes inocentes y crueles; al menos muchas veces es posible. Pero nunca lo es con estos hombres civilizados, llenos de ciencia y de orgullo, llenos hasta de filosofía. No lo es, no lo es con estos hombres, aunque por conseguirlo estuvieses dispuesto, como entonces, a pagar con el precio de tu vida. Nunca te escucharían porque ellos son siempre los que hablan. Y ciertamente no habrán sino más ponzoñosas las flechas de los indios o las lanzas de los idólatras. Ni más ponzoñosas ni más certeras. Los pecados de las gentes que fuiste a convertir, eran pecados de ignorancia: los que por esta banda nos dejaste, son ya pecados de sabiduría. Triste es desconocer el Divino Mensaje, pero más triste es todavía haberlo conocido y olvidarlo.
Ahora no es allá donde tenéis que ir vosotros; es aquí donde tenéis que quedaros. Es aquí, en el mundo que llaman civilizado, donde está vuestro puesto, vuestra misión, y sí lo quiere Dios, vuestro martirio.
No tengo tras de mi una gran causa que defender, una luz que difundir, no soy valiente como tú, como tus compañeros, como tantos que hubo y hay todavía; el miedo muchas veces se me ha enroscado a la garganta y si no me avergüenzo de decirlo es porque en cierto modo tengo derecho al miedo ya que yo nada sirvo, nada valgo. Pero aún siendo así, aquí me tienes escribiendo una carta…
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Esto tenía que decirte: ahora eres tú quien tiene la palabra.
Queda a tus pies
Dulce María Loynaz
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12 de agosto de 1969
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
CUBA. CINCO TEXTOS RELEVANTES Y ESCLARECEDORES DE LA HISTORIA CUBANA RELATIVOS A FIDEL CASTRO Y LA REVOLUCIÓN CUBANA
Nota del Bloguista
Los textos en letras ¨negritas¨o bold fueron resaltados por este bloguista.
Los textos en letras ¨negritas¨o bold fueron resaltados por este bloguista.
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Discurso de Rafael Díaz-Balart en contra de la Amnistía General de la que se beneficiaron Fidel Castro y el resto de los Moncadistas. 1955
Señor Presidente y Señores Representantes:
He pedido la palabra para explicar mi voto, porque deseo hacer constar ante mis compañeros legisladores, ante el pueblo de Cuba y ante la Historia , mi opinión y mi actitud en relación con la amnistía que esta Cámara acaba de aprobar y contra la cual me he manifestado tan reiterada y enérgicamente.
No me han convencido en lo más mínimo los argumentos de la casi totalidad de esta Cámara a favor de esa amnistía. Que quede bien claro que soy partidario decidido de toda medida a favor de la paz y la fraternidad entre todos los Cubanos, de cualquier partido político o de ningún partido, partidarios o adversarios del gobierno. Y en ese espíritu sería igualmente partidario de esta amnistía o de cualquier otra amnistía. Pero una amnistía debe ser un instrumento de pacificación y de fraternidad, debe formar parte de un proceso de desarme moral de las pasiones y de los odios, debe ser una pieza en el engranaje de unas reglas de juego bien definidas, aceptadas directa o indirectamente por los distintos protagonistas del proceso que se está viviendo en una nación. Y esta amnistía que acabamos de votar desgraciadamente es todo lo contrario.
Fidel Castro y su grupo han declarado reiterada y airadamente, desde la cómoda cárcel en que se encuentran, que solamente saldrán de esa cárcel para continuar preparando hechos violentos, para continuar utilizando todos los medios en la búsqueda del poder total al que aspiran. Se han negado a participar en todo proceso de pacificación y amenazan por igual a los miembros del gobierno que a los de la oposición que deseen caminos de paz , que trabajen a favor de soluciones electorales y democráticas, que pongan en manos del pueblo cubano la solución al actual drama que vive nuestra patria.
Ellos no quieren paz. No quieren solución nacional de tipo alguno, no quieren democracia, ni elecciones ni confraternidad.
Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba , para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es la tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy difícil de derrocar por lo menos en 20 años. Porque Fidel Castro no es más que un psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el poder con las fuerzas del comunismo internacional, porque ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial , y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje pseudo-ideológico para asesinar, robar, violar impunemente todos los derechos y para destruir en forma definitiva todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de nuestra República.
Desgraciadamente, hay quienes desde nuestro propio gobierno tampoco desean soluciones democráticas y electorales, porque saben que no pueden ser electos ni concejales en el más pequeño de nuestros municipios. Pero no quiero cansar a mis compañeros representantes.
La opinión pública del país ha sido movilizada a favor de esta amnistía. Y los principales jerarcas de nuestro gobierno no han tenido la claridad y la firmeza necesarias para ver y decidir lo más conveniente al Presidente, al Gobierno y, sobre todo, a Cuba. Creo que están haciéndole un flaco favor al Presidente, sus ministros y consejeros que no han sabido mantenerse firmes frente a las presiones de la prensa, la radio y la televisión.
Creo que esta amnistía, tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos.
Pido a Dios que la mayoría de ese pueblo y la mayoría de mis compañeros representantes aquí presentes, sean los que tienen la razón.
Pido a Dios que sea yo el que esté equivocado.
Señor Presidente y Señores Representantes:
He pedido la palabra para explicar mi voto, porque deseo hacer constar ante mis compañeros legisladores, ante el pueblo de Cuba y ante la Historia , mi opinión y mi actitud en relación con la amnistía que esta Cámara acaba de aprobar y contra la cual me he manifestado tan reiterada y enérgicamente.
No me han convencido en lo más mínimo los argumentos de la casi totalidad de esta Cámara a favor de esa amnistía. Que quede bien claro que soy partidario decidido de toda medida a favor de la paz y la fraternidad entre todos los Cubanos, de cualquier partido político o de ningún partido, partidarios o adversarios del gobierno. Y en ese espíritu sería igualmente partidario de esta amnistía o de cualquier otra amnistía. Pero una amnistía debe ser un instrumento de pacificación y de fraternidad, debe formar parte de un proceso de desarme moral de las pasiones y de los odios, debe ser una pieza en el engranaje de unas reglas de juego bien definidas, aceptadas directa o indirectamente por los distintos protagonistas del proceso que se está viviendo en una nación. Y esta amnistía que acabamos de votar desgraciadamente es todo lo contrario.
Fidel Castro y su grupo han declarado reiterada y airadamente, desde la cómoda cárcel en que se encuentran, que solamente saldrán de esa cárcel para continuar preparando hechos violentos, para continuar utilizando todos los medios en la búsqueda del poder total al que aspiran. Se han negado a participar en todo proceso de pacificación y amenazan por igual a los miembros del gobierno que a los de la oposición que deseen caminos de paz , que trabajen a favor de soluciones electorales y democráticas, que pongan en manos del pueblo cubano la solución al actual drama que vive nuestra patria.
Ellos no quieren paz. No quieren solución nacional de tipo alguno, no quieren democracia, ni elecciones ni confraternidad.
Fidel Castro y su grupo solamente quieren una cosa: el poder, pero el poder total, que les permita destruir definitivamente todo vestigio de Constitución y de ley en Cuba , para instaurar la más cruel, la más bárbara tiranía, una tiranía que enseñaría al pueblo el verdadero significado de lo que es la tiranía, un régimen totalitario, inescrupuloso, ladrón y asesino que sería muy difícil de derrocar por lo menos en 20 años. Porque Fidel Castro no es más que un psicópata fascista, que solamente podría pactar desde el poder con las fuerzas del comunismo internacional, porque ya el fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial , y solamente el comunismo le daría a Fidel el ropaje pseudo-ideológico para asesinar, robar, violar impunemente todos los derechos y para destruir en forma definitiva todo el acervo espiritual, histórico, moral y jurídico de nuestra República.
Desgraciadamente, hay quienes desde nuestro propio gobierno tampoco desean soluciones democráticas y electorales, porque saben que no pueden ser electos ni concejales en el más pequeño de nuestros municipios. Pero no quiero cansar a mis compañeros representantes.
La opinión pública del país ha sido movilizada a favor de esta amnistía. Y los principales jerarcas de nuestro gobierno no han tenido la claridad y la firmeza necesarias para ver y decidir lo más conveniente al Presidente, al Gobierno y, sobre todo, a Cuba. Creo que están haciéndole un flaco favor al Presidente, sus ministros y consejeros que no han sabido mantenerse firmes frente a las presiones de la prensa, la radio y la televisión.
Creo que esta amnistía, tan imprudentemente aprobada, traerá días, muchos días de luto, de dolor, de sangre y de miseria al pueblo cubano, aunque ese propio pueblo no lo vea así en estos momentos.
Pido a Dios que la mayoría de ese pueblo y la mayoría de mis compañeros representantes aquí presentes, sean los que tienen la razón.
Pido a Dios que sea yo el que esté equivocado.
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Texto de Gastón Baquero, Diario de la Marina, 19.4.1959
Al iniciar un viaje que por muchos motivos puede denominarse de vacaciones, consideramos obligado ofrecer a los lectores amigos los otros se lo explican todo a su manera algunas consideraciones sobre la actitud de este columnista antes y después del 1º de Enero.
Veníamos en silencio, sin escribir, desde la aparición de la censura. Meses y meses previos al desenlace de una etapa histórica, nos vieron callados, y posiblemente interpretados por algunos frívolos o por algunos ciegos apasionados como indiferentes a un dolor patrio o como partícipes de la mentalidad y ejecutoria que producía esos dolores. A cada cual su juicio, su interpretación, su creencia, que sólo puede modificarla el tiempo. Es inútil razonar contra los prejuicios.
Las personas de nuestra manera de pensar nos veíamos cada día más arrojadas a un callejón sin salida. Estábamos contra el crimen y la violencia, pero no podíamos irnos con la revolución. Comprendíamos que ya la tragedia cubana avanzaba con violencia arrasadora y que no tenía nada que hacer la voz del periodista, y menos si éste pertenecía a la ideología conservadora. Se habían gastado las palabras persuasivas, los llamamientos al cese de la lucha, las apelaciones a buscar una salida incruenta. La palabra pertenecía a las armas, que no se han hecho para propiciar el entendimiento. A quienes no podíamos ni aplaudir lo que ocurría, ni dar por bueno lo que venía, no nos quedaba otra postura que la del silencio. Y al silencio fuimos.
Los tiempos cubanos, como los de casi todos los países en esta hora del mundo, se inclinaban visiblemente hacia las soluciones extremas. Muchos creían que se gestaba simplemente la caída del gobierno con su reemplazo por otro mejor, pero adscrito en definitiva a una línea jurídica, económica, social, política, dentro de una tradición inaugurada en la Carta Magna de 1940. Quienes veíamos que la nueva generación iba mucho más allá, y propugnaba una revolución y no un simple cambio de gobernantes abogábamos, por no tener fe en las revoluciones, por salidas de otro tipo, que eliminaran el gobierno malo, pero que no abrieran la terrible incógnita de una revolución social siempre más radical y profunda de lo que ¨afortunada o desdichadamente¨ Cuba puede y debe intentar en esta hora.
¿Y por qué no tenemos fe en las revoluciones? No es porque ellas produzcan trastornos, lesionen intereses, vuelquen las costumbres. No tenemos fe en ellas porque siempre se fijan tareas que requerirían la asistencia de grandes genios, la milagrosa autoridad de ángeles y santos para cambiar de la noche a la mañana la naturaleza humana. Las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada. Su gran paradoja consiste en que no quiere dar al tiempo lo que es del tiempo, ni al hombre lo que es del hombre, sino que intenta saltar, a pies juntillas, por encima del tiempo y del hombre para llegar de una vez a la meta teóricamente fijada. Provocan sufrimientos y conmociones que alteran a fondo y por mucho tiempo el desarrollo normal y seguro, el avance lógico y humano hacia el mejoramiento constante de las formas de vida. Quiere la perfección de la noche a la mañana y es en definitiva una noble pero trágica terquedad ideológica, soberbia intelectual, que quiere desconocer la naturaleza humana y piensa que las grandes ideas, el afán por la justicia, la sed de verdad, no han aparecido en el mundo porque a éste le han faltado revolucionarios. La historia muestra que los revolucionarios han contribuido como nadie a la aparición de nuevas ideas, de mejoramiento y de justicia, pero que los revolucionarios, cuando triunfan, ya no saben sino saltar hacia el porvenir, de un golpe, ignorando la dura materia del tiempo y la fuerte resistencia del hombre.Mientras no llegan al poder son un bien, pues traen el fermento de la inquietud y el aguijón del progreso.
(Gastón Baquero en su Exilio en Madrid)
El progreso cubano culminó, como se sabe, en la fuga del dictador, en la impotencia de la junta militar, y en el ascenso al poder de la juventud partidaria de la revolución. Los caracteres ideológicos de ésta no fueron nunca disfrazados por sus dirigentes. En el manifiesto dado por el Dr. Fidel Castro en diciembre de 1957, al desembarcar en Cuba, están contenidas todas las ideas que hoy se van convirtiendo en leyes. (Nota de Mons. Carlos M. de Céspedes: el desembarco del Granma tuvo lugar el 2 de diciembre de 1956, no de 1957; a qué manifiesto se está refiriendo Gastón, ¿no será acaso a La Historia me absolverá, manifiesto pronunciado por el Dr. Fidel Castro en el juicio por el asalto al Cuartel Moncada y al Cuartel Carlos Manuel de Céspedes, en 1953?). Si algún capitalista se engañó, fue porque quiso; si algún propietario pensó que todo terminaría al caer el régimen, pensó mal, porque claramente se le dijo por el Dr. Castro que todo comenzaría al caer el régimen; y si alguna persona alérgica a las grandes conmociones económicas y sociales siguió y ayudó al Movimiento, creyendo que éste venía solamente a tumbar a Batista, pero no a cambiar costumbres muy arraigadas en la organización económica y social, se equivocaron totalmente o no leyó con atención aquel manifiesto. El Dr. Castro no ha engañado a nadie, aunque mucha gente conservadora y enemiga de las convulsiones le siguieron sin preguntarse detenidamente hacia donde la llevaban.
Y como este columnista no fue ni es partidario de las revoluciones, ni de las transformaciones violentas de la estructura social (lo que no quiere decir que permanezca indiferente ante los males y renuncie a la superación de estos por medios que le parecen menos dañinos y más duraderos), no creyó nunca que se debió abandonar los esfuerzos para poner fin pacífico y no revolucionario a los horrores que Cuba padecía. Por supuesto que esta idea no sólo fue derrotada por los hechos lo que es mortal para una idea sino que se prestó y se presta a las interpretaciones más agresivas y mortificantes sobre el origen de la actitud.
Al triunfar la revolución no faltaron los atolondrados que seguían creyendo que por haber sido más o menos antibatistianos eran ya suficientemente revolucionarios. No veían que el 1º de enero, volado ya el posible puente de una junta militar delicia de los que querían dinamitar la casa, pero sin derribar las paredes ni el techo, Cuba entraba a vivir una etapa histórica absolutamente distinta. Esta etapa iba a requerir una nueva mentalidad en las clases, en los ciudadanos, en el Estado, en las costumbres, pero muy pocos lo sospechaban.
Al principio, todo fue júbilo. La caída de una dictadura que cometió tan terribles errores y realizó tantos horrores, fue ocasión justificada para el desbordamiento oceánico de alegría pura y sincera, sin diferencia de clases ni de individuos. Todos eran felices porque había caído la tiranía; pero muchos no sospechaban siquiera que recibían entre palmas una revolución social. Ya de Batista estaban hasta la coronilla los más tenaces batistianos. El río de sangre, la inseguridad para la vida y la propiedad, la censura de prensa, el imperio del terror como norma de gobierno, habían llegado a sensibilizar hasta a los reacios al dolor ajeno. Cuba había apurado el límite de la resistencia física y de la resistencia moral. De todos sus sufrimientos parecía librarse, en jubilosa catarsis, cuando ofrecía enardecida a los revolucionarios victoriosos el laurel de la gratitud y el aplauso de la admiración. Y como en 1902, como en 1933, como en 1944, el pueblo cubano se dispuso a iniciar de nuevo el camino hacia la honradez administrativa, la libertad ciudadana, el respeto a los derechos, la desaparición de los privilegios, y la vida reglada por la paz, la cultura y el progreso.
¿Cuál era la actitud correcta de quienes no creímos en la revolución y no hicimos por ella nada, aunque tampoco hicimos, en conciencia, nada contra ella? A nuestro juicio, lo decoroso, lo justo, era el silencio. Fácil nos hubiera sido, de quererlo, y pese al riesgo de esa burla, presentarnos en pose demagógica, arrojando flores al paso de los vencedores. ¿No es esto lo usual?¿ No hemos presenciado el desfile ignominioso de los incorporados, de los revolucionarios del 2 de Enero, de los radicales que no tienen mucho que perder y de los conservadores y hasta reaccionarios disfrazados de dantones? Quienes comprendimos que el 1º de Enero se iniciaba en Cuba una etapa de gran conmoción social, de renovación que iba mucho más allá de lo imaginado por tantos y tantos que confunden revolución con antibatistismo y sentíamos que esas nuevas ideas triunfantes no eran las nuestras, no podíamos hacer otra cosa que callarnos y dejar que la revolución misma se abriese paso entre las clases sociales, perfilando su real fisonomía y declarando paladinamente a quienes aún vivían engañados cuáles eran sus verdaderas proyecciones.
Ahora nos encontramos en el ápice del despertar. Aquella señora que compró sus bonitos del 26,no soñó que la revolución le iba a rebajar el 50% de sus rentas por alquileres; aquel industrial que por ideología o por miedo abrió sus arcas, creyó que tenía adquiridos títulos revolucionarios y subsiguiente influencia; aquel sacerdote que hizo de su sotana un manto de piedad para salvar vidas de jóvenes acosados y de su Iglesia un centro de conspiración, creyó que se tendría en cuenta su filosofía de la sociedad y de la vida. Cuantas ilusiones, esperanzas, elucubraciones y cálculos han fallado. Pues llegó la revolución de veras, radical, inflexible, sin compromiso ante sus ojos y anhelosa de llevar a cabo un enorme cambio, un programa descomunal de contenido económico y social, que ha venido gestándose en la mente de los cubanos revolucionarios desde los mismos años inaugurales de la República. Llegó la revolución en la que no tienen cabida el perdón de los errores, el pensamiento conservador, la doctrina tradicionalista ni el conformismo acomodaticio que, es cierto, ha frustrado tantas esperanzas del cubano.
Al chocar frente a frente con la realidad, muchos se han asustado. No sabían que una revolución era así. Pues así, y más, son las revoluciones. Por eso ante ellas, quienes no tenemos vocación política y no nos inclinamos a participar en movimientos contrarrevolucionarios por mucho que la revolución nos persiga, no sabemos hacer otra cosa que ponernos al margen, dejar pasar el poderoso torrente y desear, sin el menor resentimiento, que triunfe y se consolide cuanto sea bueno para Cuba, y que se disuelva rápidamente en el vacío cuanto pueda ser un mal para esta tierra de la cual pueden incluso hasta arrojarnos, pero no pueden impedir que la amemos con la misma pasión que pueda amarla el más revolucionario de sus hijos.
Al iniciar este viaje, lector, dejamos en manos de nuestro querido Director y amigo, José Ignacio Rivero, hombre cristiano, hombre de carácter, nuestro cargo en el DIARIO DE LA MARINA, de Jefe de Redacción, que tanta honra nos deja para siempre. Comprendemos que hay momentos en los cuales pueden ser confundidas, con daño para lo que más importa que es el DIARIO, las actitudes personales, las ideas propias, con las actitudes del periódico. En medio de la pasión, del asombro de las clases, del choque ideológico inesperado, tiene por ahora poco que hacer un periodista verticalmente conservador, un derechista en tiempos de derrota para las derechas. Cabe la adaptación sinuosa, o cabe el combate. Aquella es lo innoble y éste es lo absurdo. Desde lejos hablaremos, en tanto Dios provea otra cosa si nos da venia para ello el Director y si no se oponen ciertos defensores de la libertad de pensamiento¨, de otras tierras, de otros cielos, de otros personajes. Posiblemente, con toda posibilidad, volveremos de un modo o de otro a defender aquellas ideas en las cuales creemos sobre la sociedad, la economía, las relaciones humanas, la libertad frente al comunismo esclavizador, ideas de las que nos sentimos orgullosos, por maltratadas, incomprendidas y vilipendiadas que hoy se hallen. El mundo las necesita, aunque no quiera verlo. El miedo a defender las ideas que van contra la corriente o que son estigmatizadas como nocivas, es la mayor de las cobardías.Vale más morir junto a una idea vencida, en la cual se cree todavía, que uncirse al primer carro victorioso que pasa, renunciando a tener ideas, a defender una ideología, a proclamar la visión propia y sincera que se tiene de los hombres y del mundo.
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Último artículo publicado en Cuba de Luis Aguilar León; fue publicado en el diario Prensa Libre del 13 de mayo de 1960
LA HORA DE LA UNANIMIDAD
Por Luis Aguilar León
LA HORA DE LA UNANIMIDAD
Por Luis Aguilar León
La libertad de expresión, si quiere ser verdadera, tiene que desplegarse sobre todos y no ser prerrogativa ni dádiva de nadie. Tal es el caso. No se trata de defender las ideas del Diario de la Marina; se trata de defender el derecho del Diario de la Marina a expresar sus ideas. Y el derecho de miles de cubanos a leer lo que consideren digno de ser leído. Por esa plena libertad de expresión y de opción se luchó tenazmente en Cuba. Y se dijo que si se comenzaba por perseguir a un periódico por mantener una idea, se terminaría persiguiendo todas las ideas. Y se dijo que se anhelaba un régimen donde tuvieran cabida el periódico Hoy, de los comunistas, y el Diario de la Marina, de matiz conservador. A pesar de ello, el Diario de la Marina ha desaparecido como expresión de un pensamiento. Y el periódico Hoy queda más libre y más firme que nunca.
Evidentemente el régimen ha perdido su voluntad de equilibrio.
Para los que anhelamos que cristalice en Cuba, de una vez por todas, la libertad de expresión. Para los que estamos convencidos de que en esta patria nuestra la unión y la tolerancia son esenciales para llevar adelante los más limpios y fecundos ideales, la desaparición ideológica de otro periódico tiene una triste y sombría resonancia. Porque, preséntesele como se le presente, el silenciamiento de un órgano de expresión pública, o su incondicional abanderamiento en la línea del gobierno, no implica otra cosa que el sojuzgamiento de una tenaz postura crítica. Allí estaba la voz y allí estaba el argumento. Y como no se quiere, o no se puede, discutir el argumento, se hizo imprescindible ahogar la voz. Viejo es el método, bien conocido son sus resultados.
He aquí que va llegando a Cuba la hora de la unanimidad: la sólida e impenetrable unanimidad totalitaria. La misma consigna será repetida por todos los órganos publicitarios. No habrá voces discrepantes, ni posibilidad de crítica, ni refutaciones públicas. El control de todos los medios de expresión facilitará la labor persuasiva: el miedo se encargará del resto. Y, bajo la vociferante propaganda, quedará el silencio. El silencio de los que no pueden hablar. El silencio cómplice de los que, pudiendo, no se atrevieron a hablar.
Pero, se vocifera siempre, la patria está en peligro. Pues si lo está, vamos a defenderla haciéndola inatacable en la teoría y en la práctica. Vamos a esgrimir las armas, pero también los derechos. Vamos a comenzar por demostrarle al mundo que aquí hay un pueblo libre, libre de verdad, donde pueden convivir todas las ideas y todas las posturas. ¿O es que para defender la justicia de nuestra causa hay que hacer causa común con la injusticia de los métodos totalitarios? ¿No sería mucho más hermoso y más digno ofrecer a toda la América el ejemplo de un pueblo que se apresta a defender su libertad sin menoscabar la libertad de nadie, sin ofrecer ni la sombra de un pretexto a los que aducen que aquí estamos cayendo en un gobierno de fuerza?
Lamentablemente, tal no parece ser el camino escogido. Frente a la sana multiplicidad de opiniones se prefiere la fórmula de un solo guía y una sola consigna, y una total obediencia. Así se llega a la unanimidad totalitaria. Y entonces ni los que han callado hallarán cobijo en su silencio. Porque la unanimidad totalitaria es peor que la censura. La censura nos obliga a callar nuestra verdad; la unanimidad nos fuerza a repetir la mentira de otros. Así se nos disuelve la personalidad en un coro colectivo y monótono.
Y nada hay peor que eso para quienes no tienen vocación de obedientes rebaños.
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Carta de Dulce María Loynaz a San Martín
(Fragmentos)
Carta de Dulce María Loynaz a San Martín
(Fragmentos)
Esta carta está íntegra en http://www.vitral.org
La Habana Mayo 9 de 1962
Sr. San Martín de Loynaz y Amunabarro
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... No obstante, me parece que con la tierra nuestra nos sucede lo que con esos órganos vitales y entrañables: no nos apercibimos de su existencia hasta que duelen.
La mía duele ahora ¡Y como duele! Yo creo que el clamor haya llegado allá donde tu moras rodeado de ángeles próximo a la inefable Presencia. Y entonces no te cuento nada nuevo si te digo que aquella isla niña que una vez traje riendo de la mano, aquella novia de Colón, aquella benjamina bien amada, ya no es niña, ni es novia: es la más desolada de las madres porque tiene que serlo la que ve a sus hijos despedazándose entre sí, cegados por la sangre, por la fiebre del odio, por la ira; es huérfana en los hijos de estos hijos, es viuda en las mujeres que dejaron atrás y manca en el hermano que se amputó a su hermano. La isla niña ha envejecido siglos en apenas dos lustros: sobre la curva de la espalda lleva una carga de pecados propios y ajenos que casi pesan más que las desgracias. De nada vale discernir quiénes los cometieron: de todos modo será ella la que lleve la carga. La isla tiene sed: también el cielo le ha negado el agua. Pero no es la falta de agua, ni la falta de pan si el pan faltase; te aseguro que el animo no flaquearía por eso. Es la falta de amor, de caridad, es la ambición de unos y la torpeza de otros y la soberbia, la soberbia de todos.
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Tú pensarás que es mucho lo que pido, y yo también lo pienso. El diálogo es posible con salvajes inocentes y crueles; al menos muchas veces es posible. Pero nunca lo es con estos hombres civilizados, llenos de ciencia y de orgullo, llenos hasta de filosofía. No lo es, no lo es con estos hombres, aunque por conseguirlo estuvieses dispuesto, como entonces, a pagar con el precio de tu vida. Nunca te escucharían porque ellos son siempre los que hablan. Y ciertamente no habrán sino más ponzoñosas las flechas de los indios o las lanzas de los idólatras. Ni más ponzoñosas ni más certeras. Los pecados de las gentes que fuiste a convertir, eran pecados de ignorancia: los que por esta banda nos dejaste, son ya pecados de sabiduría. Triste es desconocer el Divino Mensaje, pero más triste es todavía haberlo conocido y olvidarlo.
Ahora no es allá donde tenéis que ir vosotros; es aquí donde tenéis que quedaros. Es aquí, en el mundo que llaman civilizado, donde está vuestro puesto, vuestra misión, y sí lo quiere Dios, vuestro martirio.
No tengo tras de mi una gran causa que defender, una luz que difundir, no soy valiente como tú, como tus compañeros, como tantos que hubo y hay todavía; el miedo muchas veces se me ha enroscado a la garganta y si no me avergüenzo de decirlo es porque en cierto modo tengo derecho al miedo ya que yo nada sirvo, nada valgo. Pero aún siendo así, aquí me tienes escribiendo una carta…
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Esto tenía que decirte: ahora eres tú quien tiene la palabra.
Queda a tus pies
Dulce María Loynaz
SUPUESTA CARTA DE MIGUEL ÁNGEL QUEVEDO ANTES DE SUICIDARSE
Sr. Ernesto Montaner
Miami,
Florida
Miami,
Florida
Querido Ernesto:
Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado —¡al fin!— sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.
( Miguel Ángel Quevedo )
Sé que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe. vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia.
Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía. Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República.
Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotanas rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.
Fue culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que como Bohemia, le hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles. Como Rómulo Betancourt, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa «Izquierda Democrática» que tan poco tiene de «democrática» y tanto de «izquierda». Todos deshumanizados y fríos me abandonaron en la caída. Cuando se convencieron de que yo era anticomunista, me demostraron que ellos eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del Tercer Mundo. El mundo de Mao Tse Tung.
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que pueden aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Nuñez de Arce cuando dijo:
Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano.
Adiós. Éste es mi último adiós. Y dile a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que he hecho.
Miguel Ángel Quevedo